domingo

Fama

María Leónida había sido elegida Miss Simpatía de entre todas las cajeras del Carrefour durante la última cena de Navidad. Cuando la nombraron ganadora se le saltaron las lágrimas de la emoción, levantó su oronda figura de la mesa tirando todos los platos y copas y avanzó hacia el estrado arramblando con sus caderas dominicanas todo lo que encontraba a su paso. En aquel momento de gloria, abrumada por los focos y los aplausos, acertó a dedicar el premio a todos sus compañeros, pero poco podía sospechar ella que desde aquella noche habría de sufrir el peso de la fama.


Los gerentes, directores, jefes de sección y encargados de pasillo del Carrefour, vitorearon y acogieron con júbilo que una de sus empleadas se llevara un premio que por regla general era entregado, año tras año, a sus competidores del centro de Alcobendas, y a partir de aquella noche exigieron a María Leónida un nivel de compromiso y entusiasmo inasumible. A sus funciones de atender a los clientes, cobrar y cerrar la caja se sumaba ahora la de ser la imagen de la alegría del hipermercado, lo que conllevaba la infatigable tarea de ser simpática 9 horas al día, incluída la de la comida, posar en cada número de la revista mensual de empleados, atender las visitas de los directores de recursos humanos de otros centros, aparecer en los folletos de "motivación y desarrollo" y gestionar las quejas de los clientes con "felicidad arrolladora" según la descripción del puesto.

Sus compañeras de caja, que llevaban años aspirando sin éxito a uno de los títulos de miss del Carrefour, miraban ahora a María Leónida con el recelo que provoca la envidia y murmuraban a sus espaldas todo tipo de infundios, como que robaba latas de sardinas escondidas en su voluminoso escote o que se acostaba con el jefe de congelados en la cámara frigorífica, siendo el peor intencionado de los comentarios el que aseguraba que en realidad no era simpática sino que se lo hacía.

María Leónida sufría estrés laboral por llevar sobre sus hombros el peso de la simpatía de la empresa, aquejaba una tendinitis en la mandíbula de tanto mantener la sonrisa y padecía depresión, disimulada por supuesto, por la soledad que le imponía su posición pública. Hasta que un día conoció a su alma gemela en carnes y pescados.

Se llamaba Lucas y era un asturiano larguirucho, esmirriado y pálido como la sección de lácteos. A primera vista nadie podría pensar que tuviera nada en común con la dominicana, pero él también sufría la fama del Carrefour. Una tarde ya lejana, mientras trabajaba en su puesto de ayudante de carnicería, Lucas cometió la heroicidad, inconsciencia o casualidad de evitar que su jefe carnicero se rebanara todos los dedos de una mano al detener la máquina cortadora con un hueso de jamón que, impregnado de sangre, ya nunca se vendería para sopa y, por tanto, se descontaría convenientemente del sueldo de Lucas. Por si fuera poco, fue también gracias a Lucas que se recuperaron los dos dedos perdidos, índice y corazón, entre la casquería sobrante de otros animales distintos a su jefe.

Desde aquel acontecimiento que fue debidamente silenciado en la revista corporativa, pero publicado y glorificado en el boletín del comité de empresa, Lucas se había vuelto un personaje público en el hipermercado. Había sido nombrado Mr Seguridad Laboral por el sindicato y ahora le llevaban de conferencia en conferencia, no tanto para relatar su experiencia, sino porque su imagen desvalida dentro de su bata llena de sangre de carnicería provocaba un miedo en el público que según los estudios había reducido los accidentes laborales en un 10%. Un 20% si no se contaba el área de menaje, siempre más propensa a las desgracias cotidianas.

Lucas había visto a María Leónida en las fotos de ecos de sociedad de la revista interna. María Leónida había visto a Lucas en los panfletos de Comisiones Obreras. Pero la noche que coincidieron en bollería y repostería esperando por las sobras del día supieron que estaban hechos el uno para el otro. Iniciaron una tórrida relación amorosa que se materializó los lunes y miércoles en el mullido entorno de la sección de ropas de cama y los martes y jueves en el exotismo de frutas y verduras. Los viernes se hacían los atrevidos y hacían el amor en Tecnología dejándose enfocar por mini-cámaras Sony y proyectándose en en infinidad de pantallas planas Panasonic y LG. Los sábados había demasiado afluencia de público en el Carrefour y el deber les impedía fornicar a gusto.

Algunos achacaron esta repentina pasión a la desesperación de dos pobres solitarios, pero la mayoría sabía que era el efecto de atracción que tienen las estrellas entre sí. Como Liz Taylor y Richard Burton, como Brad y Angelina, solo que con el glamour del Carrefour.

Luces

Las luces son escandalosas. Atraen al público. La intermitencia de los colores rojo y amarillo de las ambulancias y el azul de la policía congrega a los curiosos como si fuera el anuncio de un inminente espectáculo. Frente al portal, hasta ahora anónimo, todos comienzan a especular: Tras cuál de esas ventanas iluminadas se ha desatado una tragedia, qué ha sucedido, cuánta sangre ha salpicado las paredes.


Cuando la policía llegó al piso que les habían indicado, les abrió la puerta una chica pálida apenas capaz de reaccionar, que más con gestos que con palabras les indicaba dónde tenían que ir. Cuando inmediatamente apareció el enfermero de la ambulancia, ella repitió automáticamente el mismo gesto señalando con su dedo el pasillo y al fondo el cuarto de baño. Al detenerse frente a la puerta observaron el suelo encharcado de sangre y agua y, al fondo un cuerpo inerte tendido en la bañera. El enfermero se abrió paso rápidamente y se acercó sólo para certificar la muerte. Los agentes le ordenaron entonces salir y precintaron el baño hasta la llegada del forense.

Cuando regresaron al salón, Marina seguía igual a como la dejaron, de pie, con las manos sujetas y la mirada perdida. Sin decir nada, ni expresar ninguna emoción. Uno de los agentes, más habituado al trato humano, la sujetó por los hombros, la sentó en una silla y le preguntó cómo se encontraba antes de comenzar con las preguntas de rigor.

- ¿Conoce usted a la mujer que se encuentra en el baño?

- Sí, es Aurora Pimentel, mi jefa.

Marina continuó contestando como una autómata a todas las preguntas. Le contó cómo se había pasado el día intentando localizar a Aurora sin resultado. Necesitaba su firma para un contrato que no podía esperar más, así que decidió ir a buscarla a su casa.
Después de varios intentos con el timbre, se atrevió a utilizar su llave. Quería dejar los papeles para que Aurora los viera al volver a casa, pero al entrar vio una botella de vino y dos copas en la mesa del salón, por lo que pensó que Aurora estaría con su novio en el dormitorio. Iba salir tan sigilosamente como había entrado cuando vio la luz al fondo del pasillo. Sólo entonces se dio cuenta de que no había ninguna otra luz encendida en la casa, que no se oía ni el más mínimo ruido. Sin llegar a pensar en nada en concreto, Marina se sintió intranquila y avanzó lentamente por el pasillo, atenta a cualquier sonido, elaborando mentalmente la explicación que tendría que darle a Aurora en cuanto la pillara fisgando en su casa. Sin embargo, cuanto más avanzaba, se iba colando en su cabeza la sensación de que algo iba mal.

Cuando llego a la puerta del baño fue registrando poco a poco lo que veía, incapaz de asociar ninguna emoción. Aurora estaba tendida en la bañera, la cabeza recostada en el borde como si estuviera tomando tranquilamente un baño. El pelo mojado, hacía atrás, la expresión serena, sus ojos cerrados, pero sus labios morados. Uno de los brazos de Aurora caía a un costado de la bañera, y de él goteaba un hilo de sangre que se había extendido por todo el suelo del baño.

Marina no gritó, no corrió hacia Aurora, no lloró. Enlazo sus manos sobre su regazo y dio media vuelta. Dirigió sus pasos hacia el salón, hasta el teléfono, llamó al 112 y mecánicamente avisó de lo que ocurría. Mientras esperaba a la policía, se sentó en una esquina del sofá, sin apoyarse siquiera, como si no quisiera dejar ni el más mínimo rastro de su presencia allí. En aquél rato podría haber pensado en lo que acababa de ocurrir, pero su mente estaba muy lejos de aquel piso.

Sólo cuando vio el reflejo de las luces al otro lado de la ventana se atrevió a contener una tímida sonrisa.

lunes

¿Loca yo?

Eres un poquito hija de puta ¿no? Me decía mientras clavaba su pupila en mi pupila azul.

La gente maneja muy mal sus expectativas. Cuando mi mejor amiga Pilar comenzó a salir con Alberto, alto, guapo, simpático, forradísimo, debió aparcar por un momento su entusiasmo, recogerse las bragas y pensar que aquello no podía durar para siempre. Los Albertos altos y guapos de este mundo no están hechos para quedárselos en propiedad, sino para disfrutarlos en usufructo hasta que llegue otra más lagarta que tú y te lo quite para disfrutar su correspondiente turno. Lo sabemos todas, es ley de vida: si quieres algo para siempre, tendrá que ser feo y soso, pero un Alberto moreno y musculado es patrimonio de la humanidad.

Pero mi mejor amiga Pilar es un poco inocente, algo ingenua y bastante gilipollas. Fue conocerle y ya pensaba en boda. Y eso a él le agobiaba. Alberto no se lo decía, claro, e incluso le seguía el juego hablando de niños y una casa con jardín, pero yo sabía que no estaba por la labor. Lo supe incluso antes de acostarme con él. Y es que aunque ella no se daba cuenta, hacían mala pareja. Eso se nota.

Ya lo dice mi mejor amiga Mariángeles: una pareja que no sabe combinar estilos no puede durar, es a lo que nos obliga la sociedad y los anuncios de Becks y Posh. Y mi mejor amiga Pilar y Alberto no pegaban para nada. Él tan perfecto, tan profident, tan Hugo Boss, tan SolManía... y ella tan rebajas de Cortefiel. Imposible. Cualquiera podía verlo. Que yo la quiero muchísimo y nunca haría nada que la disgustara, pero no sabe ni combinar unos zapatos y un bolso como es debido.

Yo en cambio, que soy como una princesa disney, con mi cintura de barbie, mis ojos azules, mi melena dorada, con mi puntito Paulina Rubio pero sin la voz del Padrino, que sólo pongo cuando fumo o hago de mujer fatal. Yo sí pegaba con Alberto.

Él no lo supo ver al principio, pero es que los hombres no siempre saben lo que quieren. Para hacerle comprender que yo era la chica que merecía tuve que poner sobre la mesa todos mis encantos y una botella entera de tequila y uno o dos barbitúricos. A la mañana siguiente el fingía que no se acordaba de nada porque sabía que eso le daba un toque de locura a nuestra primera vez. Yo también fingí que él había estado estupendo aunque en realidad estaba un poco inconsciente. Es lo que tiene el amor.

Ése fue el principio de lo nuestro. Él no quiso decirle nada a mi mejor amiga Pilar y yo lo entendí porque una relación a escondidas siempre tiene mucho más morbo. También por eso él hacía como que me rechazaba y evitaba quedarse a solas conmigo y bajaba la vista porque en el fondo no podía resistir la sensualidad de mis miradas. Recuerdo que durante una cena no paré de rozar mis pies con los suyos y él, tan travieso, no paraba de dar saltos y cambiarse de silla para que no le pillara.

Al final Alberto se lo contó todo a mi mejor amiga Pilar y ella, os lo creáis o no, tuvo el descaro de ofenderse. A lo que yo le replique Chica, si no sabes jugar no saques el tablero. Que ella no entendió porque no le gustan los juegos de mesa, y yo tampoco lo entendí pero me pareció una salida muy graciosa.

En realidad Alberto fue muy generoso porque en lugar de confesarle que se había enamorado perdidamente de mí, por no hacer daño a Pilar le dijo que era yo la que le acosaba, que le metía mano por los pasillos y que le había violado ¿os lo imagináis? Hay que ser muy tonta para creérselo, pero ya digo que mi mejor amiga Pilar es gilipollas, y se lo tragó y me llamó de todo. A mí no me importó porque yo tengo el corazón muy grande y sé que los hombres son unos cobardes así que di la cara por los dos. Además mi mejor amiga Pilar es la menos mejor amiga de mis mejores amigas.

Aún así, en mi inmensa generosidad le di la oportunidad de reconciliarse conmigo. Fui a su casa, que compartía con Alberto, y le dije que no se preocupara, que no pensaba echarla inmediatamente, que podría tomarse el tiempo que quisiera en recoger sus cosas, y que mientras ella estuviera en la casa yo procuraría gritar lo menos posible al follar con él, porque yo también tengo sentimientos y no quería que ella lo pasara mal.

Hija de puta, me llamó, y luego me dijo que estaba loca. Yo. ¿Qué os parece? Como si una tía tan encantadora pudiera estar loca.

sábado

Aurora

Aurora Pimentel es muy visceral y lo dice todo a cañonazos. El día que tuvo la mínima sospecha de que su novio podría estar pensando en engañarla, no esperó a tener ninguna certeza para ponerle las cosas claras. No era de esa clase de de mujeres que actúan por reacción ni tampoco era de las que meditan demasiado las cosas antes de actuar, muy al contrario, tanto en su vida privada como profesional, era famosa por disparar primero y preguntar después, práctica arriesgada que en su caso venía avalada por la circunstancia de que rara vez se equivocaba al disparar. Es por esto que Aurora era una persona segura de sí misma, fuerte e implacable, que no sólo no se dejaba avasallar por nadie, sino que cortaba de raíz cualquier intento de socavar su bien ganada autoridad.

Cuando se dio cuenta de que su nuevo novio daba y recibía demasiadas atenciones por parte de mujeres y hombres de su entorno, vio que era el momento pararle los pies y de qué manera. Aurora sabía poner los puntos sobre las íes de forma que nadie pudiera pensar que sus amenazas eran simples bravuconadas. No, lo que hacía que Aurora Pimentel fuera una mujer temible no era su intencionada falta de tacto, sino la capacidad de hacer ver que sus imprecaciones no eran simples palabras sino auténticas profecías.

Y sin embargo aquel día, Aurora Pimentel iba a experimentar por una vez esa absurda sensación de desconcierto que a uno se le quedaría si un día el sol saliera por el oeste. Y es que él no se inmutó, no trató de defenderse como hacía la mayoría, no se quejó de su desconfianza, no lo negó todo de manera airada, ni siquiera lo reconoció entre disculpas como habían hecho algunos. No perdió ni la serenidad ni la postura ante los gritos de Aurora. Simplemente dio un sorbo a su copa y sin cambiar el semblante comentó: “no te preocupes, el día en que me acueste con otra persona, te lo haré saber”.

Y lo que más desconcertó a Aurora no fue su tranquilidad al decirlo, sino la certeza que dejó su voz de que efectivamente se acostaría con otras personas y, sin lugar a dudas, se lo contaría a ella, y no como una confesión, sino como otro comentario más mientras daba otro sorbo a su copa. Y Aurora no podría poner el grito en el cielo, ni descargar su furia contra él porque, al fin y al cabo, no sería un engaño.

Aquella conversación no fue sólo una declaración de intenciones, sino que dejó claro quién de los dos tenía en su poder al otro. Y es que Aurora, tan independiente, tan enérgica y resolutiva, se daba cuenta de que la única salida coherente a la situación era terminar por completo y drásticamente la relación ante tamaño descaro... Pero no fue capaz. Sabía las palabras, el tono, los gestos necesarios para deshacerse de alguien, pero, para su sorpresa, le faltaba la voluntad, y por una vez su orgullo fue mucho menor que el miedo a perderle porque sabía que él no se molestaría en recuperarla. La dejaría ir, sonriendo educadamente.

Aurora se vio acorralada ante la evidencia de que la tenía en sus manos sin siquiera darle importancia. Respiró hondo, pronunció un escueto y tímido “de acuerdo” y abandonó la habitación intentando mantener la poca dignidad que le quedaba.

domingo

Con una sonrisa

Con una media sonrisa en los labios y sin perder la calma, fue desgranando uno a uno todos los reproches que había acumulado durante dos años de relación. Una por una las palabras más hirientes fueron saliendo de su boca y clavándose dolorosamente en el ánimo de quien tanto le había querido.
Y así, lenta pero implacablemente, fue matando el amor que les había llenado. Sin desviar la mirada, sin levantar la voz, sin perder la sonrisa. No le permitió ni el consuelo de demostrar que aquella ruptura le importaba. Cuando hubo acabado, destilada toda su crueldad, destrozado el corazón de su ya ex-pareja, se levantó de la cama, se vistió y se marchó.

lunes

¿Oyes el mar?

El sol intenso curtía su piel. Sentía las gotas de sudor resbalando sobre su pecho. Con los ojos aún cerrados, la claridad se filtraba a través de sus párpados. “¿Oyes el mar?” Así le despertaba, susurrándole al oído, cada vez que se quedaba dormido sobre la arena. Y pasaban cada día embruteciéndose al sol, bronceando sus esculturales cuerpos, y cuando no dormían nadaban desnudos en el océano, y al despertar de la siesta saboreaban la sal en la piel del otro y hacían el amor mirando al mar.

El verano parecía interminable, como si se hubiera detenido el tiempo en un cálido mes de agosto, y lo que había pasado antes no importaba y tampoco había un después.
“¿Oyes el mar?” le decía, y sentía su aliento fresco junto a su oído y se excitaba incluso antes de sentir esa mano acariciando su vientre.

Las noches se llenaban de estrellas nunca vistas y las copas se llenaban de vino. Parecía que no había nadie más en el mundo aparte de ellos dos. El único ruido que se oía era el murmullo de las olas y el susurro de sus voces que se habían hecho parte del paisaje de aquella isla del fin del mundo. “¿Oyes el mar?” decían, y a la segunda botella de vino ya sólo oían sus propios gemidos.

Y así pasaban los días de aquel mes de agosto, como si en realidad no pasaran. No había calendario ni reloj en aquel rincón del mundo y lo único que marcaba el tiempo era la marea.

¿Oyes el mar?

domingo

cada tarde

Abrir la cafetera, ponerle agua, llenar el filtro con café, cerrar a presión, poner sobre el fuego de la cocina. Realizaba cada movimiento mecánicamente, como cada tarde, bostezando aún tras una breve siesta. Como siempre, ella se despertaba antes, se levantaba, le daba un beso y le dejaba dormir unos minutos más hasta que volvía para despertarle con el olor del café recién hecho.

Mientras se hacía el café y él dormía, ella preparaba cuidadosamente la bandejita, la de todas las tardes, con dos tacitas y sus correspondientes platos y cucharillas, el azucarero, las medicinas de la tarde y un par de galletitas para endulzar el paladar. Cada gesto era una rutina y, entretanto, pensaba en las tareas pendientes: Lavar, tender la ropa, hoy tocaba también limpiar los cristales del salón. A las seis volvería el médico para comprobar como seguía él. Le pediría más recetas y pasaría por la farmacia a comprar suficientes medicinas para la semana. Luego volvería a prepararle la cena.

Cuando la cafetera empezaba a silbar ella se desperezaba y llenaba ambas tazas con la misma medida exacta de café. En la suya añadía leche desnatada y tibia, como siempre. En la de él, un largo chorro de leche entera y caliente y un buen chorro de veneno para insectos, lo justo para que no se apreciara el sabor.

Luego, amorosamente, como cada tarde, lo llevaba todo hasta la cama, le despertaba suavemente y le tendía la bandeja.
- Ése no, cariño, que tiene leche desnatada. Éste es el tuyo.
Y bebían el café con lentos sorbitos, sin apenas hablar y acurrucados en la cama, como la pareja feliz que eran.
- ¿Cómo te encuentras hoy?
Y así se despertaban de la siesta cada tarde, desde que ella decidió acabar con él, lentamente.

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