domingo

cada tarde

Abrir la cafetera, ponerle agua, llenar el filtro con café, cerrar a presión, poner sobre el fuego de la cocina. Realizaba cada movimiento mecánicamente, como cada tarde, bostezando aún tras una breve siesta. Como siempre, ella se despertaba antes, se levantaba, le daba un beso y le dejaba dormir unos minutos más hasta que volvía para despertarle con el olor del café recién hecho.

Mientras se hacía el café y él dormía, ella preparaba cuidadosamente la bandejita, la de todas las tardes, con dos tacitas y sus correspondientes platos y cucharillas, el azucarero, las medicinas de la tarde y un par de galletitas para endulzar el paladar. Cada gesto era una rutina y, entretanto, pensaba en las tareas pendientes: Lavar, tender la ropa, hoy tocaba también limpiar los cristales del salón. A las seis volvería el médico para comprobar como seguía él. Le pediría más recetas y pasaría por la farmacia a comprar suficientes medicinas para la semana. Luego volvería a prepararle la cena.

Cuando la cafetera empezaba a silbar ella se desperezaba y llenaba ambas tazas con la misma medida exacta de café. En la suya añadía leche desnatada y tibia, como siempre. En la de él, un largo chorro de leche entera y caliente y un buen chorro de veneno para insectos, lo justo para que no se apreciara el sabor.

Luego, amorosamente, como cada tarde, lo llevaba todo hasta la cama, le despertaba suavemente y le tendía la bandeja.
- Ése no, cariño, que tiene leche desnatada. Éste es el tuyo.
Y bebían el café con lentos sorbitos, sin apenas hablar y acurrucados en la cama, como la pareja feliz que eran.
- ¿Cómo te encuentras hoy?
Y así se despertaban de la siesta cada tarde, desde que ella decidió acabar con él, lentamente.

sábado

el guardia y la camarera

Entró el guardia civil con toda la autoridad que le daba el uniforme, a pesar de ser nuevo en la ciudad, y palmeó en la barra como si estuviera en un bar de pueblo o en una película de Berlanga, pidiendo dos cortados bien cargados.

Atendía en aquel momento la caja del Starbucks una rechoncha pelirroja recién llegada de Boston, Massachusetts, que respondía al nombre de “la Jenny”, aunque en su placa se leía claramente "Lindsay", nombre que sus colegas españoles nunca pudieron pronunciar bien, si bien tampoco lo intentaron porque los españoles son más dados al apodo que a la comprensión intercultural. Confusa ante el pedido del guardia, obnubilada por su hombría ibérica y perpleja por el verde uniforme que, dicho sea de paso, en Boston, Massachusetts, no era un color precisamente de moda, Lindsay, alias la Jenny, sólo fue capaz de parpadear incesantemente.

Ante la inmovilidad de la camarera, el agente repitió el pedido acompañado de nuevo de las correspondientes palmadas al mostrador, si bien esta vez más pausadas y sonoras para asegurarse de que eran entendidas en toda su expresión. La Jenny, que había aprendido español allá en Boston, Massachusetts, en una academia de lunes alternos y especialmente siguiendo las reposiciones del Chapulín Colorado que llegaban desde México a Boston a través de la televisión por cable con una década de retraso -probablemente por lo largo del cable entre ambas ciudades-, no acababa de comprender la petición del guardia. Empezó por tanto a repasar mentalmente y a toda velocidad la lista de productos Starbucks para encontrar alguna semejanza con las palabras de aquel hombre de verde que no paraba de apalear el mostrador mientras ella seguía parpadeando como si fuera a despegar de un momento a otro. “Cafe Latte, Frapuccino, Machiato...”

El guardia civil alternaba las miradas de apremio a la pelirroja camarera con los vistazos a través del ventanal para comprobar que el coche patrulla continuaba convenientemente aparcado en doble fila para ejemplo de la ciudadanía. La Jenny iba ya repasando mentalmente la sección de bollería cuando el guardia volvió a golpear sonoramente.

- ¿Es que no me oyes?

Aún a pesar de su estado de bloqueo, pudo ella reconocer la entonación interrogante de la frase y, siguiendo a pies juntillas la norma básica de la cadena de satisfacer al cliente con una sonrisa, enseño todos los dientes que podía y contestó con un entusiasta:

- ¡Sí!

El número, que había creído notar un tonillo de cachondeo en la sonrisa de la pelirroja, a todo punto incompatible con la autoridad que él representaba, levantó las cejas hasta casi unirlas con el tricornio y, con la tradición chulesca del cuerpo que el uniforme inviste a sus miembros, blandió su dedo índice en señal admonitoria y mantuvo una mirada que él creía dura y amenazadora, pero que en realidad le ponía los ojos bizcos, y le espetó:

- O me pones dos cortados ahora mismo o empiezo a empapelar de multas este tugurio y a ti te mando repatriada al país de inútiles del que hayas salido.

La Jenny, que nerviosa como estaba no hubiera comprendido en español más que un cantarín “Síganme los buenos”, creyó entender que aquel hombre señalaba y miraba -aunque un poco transversalmente-, el bote de limpia cristales que se encontraba tras ella, por lo que en un arranque servicial que confiaba la sacara de aquel mal rato, no quiso perder tiempo en pensar para qué lo querría y asumió que un hombre de verde bien pudiera querer un zumo azul. Así que rellenó el primer vaso que encontró como buenamente pudo, pues el envase era de spray, y se lo tendió solícita al señor de verde con una sonrisa tan amplia que no cabía detrás del mostrador y un altisonante:

- ¡Sí!

El guardia, que a su vez no cabía dentro del tricornio de la indignación, desplegó sus brazos en toda su envergadura preparándose para gesticular como un molinillo de feria, puso su mirada amenazadoramente bizca que le permitía controlar los ángulos más insospechados del local – facultad ésta que le había valido las mejores notas en las prácticas de asalto de la academia, aunque no así en las de tiro- y estaba a punto de empezar a gritar como un energúmeno cuando uno de sus ojos vio aparecer a su compañero de patrulla abrochándose los pantalones a la carrera y haciendo gestos para que se marcharan.

Ante la estupefacción del bizco, aún con las manos en alto, y mientras la Jenny barría de sus mofletes todas sus pecas con la ventolera de sus pestañas, el recién llegado se acercó a su compañero y le confesó:

- Hacía falta una clave para entrar al baño. He tenido que hacerlo en el paragüero. Vámonos antes de que llegue el olor.

En vista de la situación y dado que, pese a lo que uno pudiera pensar viendo su uniforme, los guardias civiles son capaces de sentir vergüenza, el bizco de manos alzadas improvisó una salida digna y dijo:

- Y ahora nos vamos, y ojito con los apliques del techo, que van contra la directiva europea.

Dicho lo cual la pareja de números dio media vuelta y se dirigió rápidamente al coche patrulla justo antes de que un guardia de movilidad les multara, porque estos no se achantan ni ante la benemérita.

La Jenny observó la huída con más alivio que extrañeza y aminoró poco a poco el ritmo de sus parpadeos hasta lograr una velocidad de crucero al tiempo que arrugaba la nariz al percibir cierto tufillo a cuerpo de seguridad en descomposición. En ese momento pensó en regresar a Boston, Massachusetts.

jueves

Cuando se despertó

Cuando se despertó no sabía donde se encontraba. Intentó abrir los ojos, pero la intensa claridad hacía daño a sus pupilas. Estaba desnuda y empapada de sudor. Desorientada, retiró las sábanas de su cuerpo y no encontró ni un soplo de aire que le aliviara. Entreabriendo sus párpados intentó identificar lentamente lo que había a su alrededor: una mesilla, un teléfono móvil, una ventana abierta, ropa en el suelo, la cama donde se encontraba tendida, y otro cuerpo junto al suyo...

Su cerebro abotargado no era capaz de hilar sus recuerdos. Una cena, un coche, una discoteca, caras y caras de gente a las que no lograba poner nombre. Una mano bajo su blusa, un cubito de hielo en su nuca, una navaja en su bolsillo. Copas repletas de alcohol. Volvió a entreabrir los ojos poco a poco y su mente aún soñolienta comenzó a hacer conexiones entre imágenes y conceptos para acabar por reconocer todos aquellos objetos: su ropa, su móvil, su propia cama, la ventana de su habitación y un cadáver junto a ella.

miércoles

Aprendices

El joven pintor que no aprendió a ser artista hasta que se inspiró en el tacto en lugar de la vista, murió de sobredosis de pasión poco después de descubrir que nunca amaría tanto sus pinturas como al modelo que dibujaban. Este fallecimiento, que fue más emocional que físico, fue mucho más doloroso que una muerte real, pues el que muere deja, por definición, de sentir y padecer, mientras que el joven artista, aprendiz de pintor, nunca dejó de sufrir.

El joven modelo, aprendiz de amante, suspendió las lecciones de amor por ser incapaz de padecerlo. Murió de indolencia una tarde en que descubrió que destrozar el corazón de pintores ya ni siquiera le distraía. Su muerte, en cambio, no fue atormentada, pues era ya insensible desde que aprendió que el amor era cosa de artistas.

martes

Imaginado

Hacía más de un año y medio que habían roto cualquier tipo de relación, y durante todo ese tiempo habían alimentado un rencor que, lejos de aminorar, se había agrandado y enquistado cada vez más. En cientos de ocasiones cada uno de ellos había imaginado una y otra vez el posible reencuentro; en una fiesta de conocidos comunes, en un bar, o en la calle por casualidad. Y en cada ocasión se imaginaban desahogándose, reprochando al otro todo lo que quedó por decir. En la mente de cada uno, planeaban dramáticas escenas en las que se ignoraban, se humillaban, se insultaban, se despreciaban.

Finalmente una noche se encontraron, tan inesperadamente, tan de frente, tan de cerca, que era difícil reaccionar. Si al menos uno de ellos hubiera estado tan preparado como creía, las cosas habrían sucedido de forma totalmente distinta. Pero en ese instante, mientras sus cerebros buscaban desesperadamente cuál era la versión ensayada más apropiada, sus ojos se encontraron, y eran tan transparentes, y estaban momentáneamente tan libres de resentimiento, que instintivamente sus bocas les siguieron y antes de pronunciar palabra sus lenguas se enredaban una a la otra en un beso más apasionado de lo que nunca hubieran imaginado.

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