sábado

el guardia y la camarera

Entró el guardia civil con toda la autoridad que le daba el uniforme, a pesar de ser nuevo en la ciudad, y palmeó en la barra como si estuviera en un bar de pueblo o en una película de Berlanga, pidiendo dos cortados bien cargados.

Atendía en aquel momento la caja del Starbucks una rechoncha pelirroja recién llegada de Boston, Massachusetts, que respondía al nombre de “la Jenny”, aunque en su placa se leía claramente "Lindsay", nombre que sus colegas españoles nunca pudieron pronunciar bien, si bien tampoco lo intentaron porque los españoles son más dados al apodo que a la comprensión intercultural. Confusa ante el pedido del guardia, obnubilada por su hombría ibérica y perpleja por el verde uniforme que, dicho sea de paso, en Boston, Massachusetts, no era un color precisamente de moda, Lindsay, alias la Jenny, sólo fue capaz de parpadear incesantemente.

Ante la inmovilidad de la camarera, el agente repitió el pedido acompañado de nuevo de las correspondientes palmadas al mostrador, si bien esta vez más pausadas y sonoras para asegurarse de que eran entendidas en toda su expresión. La Jenny, que había aprendido español allá en Boston, Massachusetts, en una academia de lunes alternos y especialmente siguiendo las reposiciones del Chapulín Colorado que llegaban desde México a Boston a través de la televisión por cable con una década de retraso -probablemente por lo largo del cable entre ambas ciudades-, no acababa de comprender la petición del guardia. Empezó por tanto a repasar mentalmente y a toda velocidad la lista de productos Starbucks para encontrar alguna semejanza con las palabras de aquel hombre de verde que no paraba de apalear el mostrador mientras ella seguía parpadeando como si fuera a despegar de un momento a otro. “Cafe Latte, Frapuccino, Machiato...”

El guardia civil alternaba las miradas de apremio a la pelirroja camarera con los vistazos a través del ventanal para comprobar que el coche patrulla continuaba convenientemente aparcado en doble fila para ejemplo de la ciudadanía. La Jenny iba ya repasando mentalmente la sección de bollería cuando el guardia volvió a golpear sonoramente.

- ¿Es que no me oyes?

Aún a pesar de su estado de bloqueo, pudo ella reconocer la entonación interrogante de la frase y, siguiendo a pies juntillas la norma básica de la cadena de satisfacer al cliente con una sonrisa, enseño todos los dientes que podía y contestó con un entusiasta:

- ¡Sí!

El número, que había creído notar un tonillo de cachondeo en la sonrisa de la pelirroja, a todo punto incompatible con la autoridad que él representaba, levantó las cejas hasta casi unirlas con el tricornio y, con la tradición chulesca del cuerpo que el uniforme inviste a sus miembros, blandió su dedo índice en señal admonitoria y mantuvo una mirada que él creía dura y amenazadora, pero que en realidad le ponía los ojos bizcos, y le espetó:

- O me pones dos cortados ahora mismo o empiezo a empapelar de multas este tugurio y a ti te mando repatriada al país de inútiles del que hayas salido.

La Jenny, que nerviosa como estaba no hubiera comprendido en español más que un cantarín “Síganme los buenos”, creyó entender que aquel hombre señalaba y miraba -aunque un poco transversalmente-, el bote de limpia cristales que se encontraba tras ella, por lo que en un arranque servicial que confiaba la sacara de aquel mal rato, no quiso perder tiempo en pensar para qué lo querría y asumió que un hombre de verde bien pudiera querer un zumo azul. Así que rellenó el primer vaso que encontró como buenamente pudo, pues el envase era de spray, y se lo tendió solícita al señor de verde con una sonrisa tan amplia que no cabía detrás del mostrador y un altisonante:

- ¡Sí!

El guardia, que a su vez no cabía dentro del tricornio de la indignación, desplegó sus brazos en toda su envergadura preparándose para gesticular como un molinillo de feria, puso su mirada amenazadoramente bizca que le permitía controlar los ángulos más insospechados del local – facultad ésta que le había valido las mejores notas en las prácticas de asalto de la academia, aunque no así en las de tiro- y estaba a punto de empezar a gritar como un energúmeno cuando uno de sus ojos vio aparecer a su compañero de patrulla abrochándose los pantalones a la carrera y haciendo gestos para que se marcharan.

Ante la estupefacción del bizco, aún con las manos en alto, y mientras la Jenny barría de sus mofletes todas sus pecas con la ventolera de sus pestañas, el recién llegado se acercó a su compañero y le confesó:

- Hacía falta una clave para entrar al baño. He tenido que hacerlo en el paragüero. Vámonos antes de que llegue el olor.

En vista de la situación y dado que, pese a lo que uno pudiera pensar viendo su uniforme, los guardias civiles son capaces de sentir vergüenza, el bizco de manos alzadas improvisó una salida digna y dijo:

- Y ahora nos vamos, y ojito con los apliques del techo, que van contra la directiva europea.

Dicho lo cual la pareja de números dio media vuelta y se dirigió rápidamente al coche patrulla justo antes de que un guardia de movilidad les multara, porque estos no se achantan ni ante la benemérita.

La Jenny observó la huída con más alivio que extrañeza y aminoró poco a poco el ritmo de sus parpadeos hasta lograr una velocidad de crucero al tiempo que arrugaba la nariz al percibir cierto tufillo a cuerpo de seguridad en descomposición. En ese momento pensó en regresar a Boston, Massachusetts.

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